Ha muerto, en accidente de tráfico, Gonzalo Terry. No fue amigo mío sino algo, si cabe, más singular.,Sin duda, más difícil: fue mi lector. No un lector más, sino el mío. Recuerdo la emoción que me produjo ver, por fin, en las tarjetas de préstamo de mis dos primeros libros, en la Biblioteca Pública del Puerto, un nombre y una firma: los suyos. Entonces sólo sabía de él, bastante más joven que yo, que era hijo de una amiga de mi madre. Me enteré, luego, que su lectura compulsiva de poesía —todos los poemarios de la Biblioteca llevaban su firma— había provocado el natural cataclismo, y que Gonzalo dejaba la carrera que estuviese haciendo, no sé si Economía o Derecho, una carrera normal de niño bien, por Filología Hispánica. Lo llevaba en la sangre porque era sobrino de Alberti por Merello doble.
Finalmente, lo conocí, y con paciencia, pues era tímido, al menos conmigo, le fui sacando algunas frases. Aquel silencio suyo no ofendía: lo acompañaba de una sonrisa cálida y de una mirada clara. Me dijo que no escribía aún poemas; se trataba de un lector puro. Por eso digo que fue mi lector, porque, aunque un puñado de personas habían leído mis libros, eran en su mayoría —excepción hecha de la familia— otros poetas. Los poetas nos leemos unos a otros con un interés profesional, para ver qué hace la competencia o, simplemente, para estar al día. Pero si el juicio crítico de los parientes se ve enturbiado por la sangre, que es más espesa que la tinta; el de los poetas se ve eclipsado por el amor a la obra propia.
Si hablo de Gonzalo como lector mío no es por darme importancia, aunque tener un lector, uno sólo, tenga muchísima. Hablo de él como lector porque es como le conocí, y porque creo que a la gente de una pieza basta rozarla un poco para oír cómo tañe el metal de su campana.
Me lo encontraba después, de vez en cuando, en la playa o en la puerta —cómo no— de la Biblioteca Pública. Así, fui asistiendo a sus avances en el estudio de la Literatura y a la ilusión con que encaraba sus nuevos proyectos, como aquel viaje de la beca Erasmus o sus primeros poemas. Yo, que no había tenido el valor de dar el cambiazo y acabé mi carrerita de Derecho, tendría que haber envidiado su valentía, pero, ante aquella sonrisa, a lo más que llegaba era a la admiración, que es la única envidia sana. No quise que subiese la escalera de la Biblioteca para sacar mi tercer libro, y en cuanto se publicó se lo regalé.
Da mucha rabia que alguien muera tan joven, sin causa. Gonzalo tendría que haber vivido muchos años; pero si tenía que morir joven, como los amados de los dioses, hubiera debido ser, como a él le gustaba, ayudando a alguno de sus amigos. Y siempre más tarde, cuando yo, venciendo la timidez que no tengo, pero que él me contagiaba, hubiera podido decirle cuánto me animó, cuánto me ayudó su firma adolescente en la tarjeta de préstamo de mis libros de poesía.