miércoles, 20 de mayo de 2009

Confesional

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El problema quizá insoluble del columnista católico es que acaba posando como un santo varón. Puede hacer, por supuesto, protestas de gran pecador, pero serán leídas como encomiables muestras de su humildad, y el resultado será peor porque parecerá mejor, esto es, un círculo vicioso.

Como remedio, una noche de insomnio se me ocurrió escribir un libro autobiográfico organizado en diez capítulos, uno por cada pecado de la famosa tabla. No contar todos mis pecados, no, que debía ser un librito breve, sino escoger uno significativo por cada mandamiento de la tabla. La estructura no sería original, lo confieso, pues estaría basada en El vaso de plata, el delicioso libro de memorias de Antoni Martí. Él lo organizó, con mejor sentido, en catorce capítulos, uno por cada obra de misericordia, las siete corporales y las siete espirituales.

Como el insomnio insistía insobornable, me puse a escoger qué contaría en cada capítulo. El resultado, como pueden imaginarse, era agridulce, entre el remordimiento y la ilusión que producen los libros soñados, antes de ponerse uno a escribirlos. Muy curiosamente había dos pecados para los que no encontraba una anécdota definitiva. El séptimo, porque no he robado nada, lo que bien pensado puede ser un síntoma de que siempre lo he tenido todo, uf. El otro pecado para el que no me encontraba ejemplo era tomar el nombre de Dios en vano. Esta vez fuese quizá porque no salgo de él, porque es un pecado profesional. Los columnistas católicos escribimos mucho de Dios, cuando Él preferiría, probablemente, que hablásemos más con Él.

Se ahondaba la noche y yo seguía enredando en mi proyecto. Podría llamarse Purgatorio y, en vez de irme encontrando en la cornisa de cada pecado a unos y a otros, como Dante, ir topándome conmigo mismo en la edad en que metí aquella pata o la otra. Al menos, nadie me echaría en cara que juzgaba a los prójimos, como se ha acusado a Dante.

Con los rayos del alba se hizo la luz, sin embargo. El poeta florentino había hilado más fino. Recrearse en los propios pecados no es cristiano y hasta esconde su dosis de soberbia. De hecho, es de soberbia del único pecado del que Dante —que no da puntada sin hilo— se acusa directamente. Lo cristiano es arrepentirse y estar contento. Confiar en que nuestros defectos saltan a la vista y, sobre todo, en la confesión sacramental. Y se acabó.

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