viernes, 23 de enero de 2009

La despedida

Al día siguiente de cumplir cuarenta años, me di de bruces, inesperadamente, con un artículo de Hilaire Belloc sobre el tema. “¡Jolín, qué casualidad!”, hubiese exclamado de creer en las casualidades. Como no es mi caso, me lo tomé como un regalo.

En el artículo, el Anfitrión, trasunto del autor, que se precipitaba entonces (1908) a la cuarentena, se despide de su invitada, la Juventud. Toda visita llega a su fin, comentan, y aunque han sido muy felices y se divirtieron juntos, toca decirse adiós. La Juventud se lleva dos maletas, una inusualmente grande y otra muy pequeña. La primera está cerrada y la segunda abierta.

Preguntada por el particular, la Juventud se sonroja. En ambas lleva sus cosas, pero como han vivido tanto tiempo juntos, puede que el Anfitrión hubiese llegado a creer que eran de él. En la grande y cerrada va aquello que la Juventud tiene que llevarse por una ley inexorable. Cuando, a petición del Anfitrión se la abre, éste se entristece: “Te estás llevando casi mi propio ser”. Ahí están el enamoramiento de las mujeres, hondo y cambiante como un caleidoscopio, y la despreocupación, y un pañuelo de seda sin nombre que daba a todo una sensación de plenitud y de satisfacción. Sin él, ni los placeres serán lo mismo. También se lleva la agilidad, el sueño profundo, la risa total…

En la bolsa pequeña están las propiedades que la Juventud sí podría dejar de recuerdo a su amable anfitrión. Cierto orgullo fanfarrón, que Belloc rechaza, el sentido del color y la forma, la salud, la ilusión por el futuro…

Belloc, como es un caballero, se comporta con dignidad, pero se percibe a lo largo de todo su artículo una suave melancolía fatalista. La Juventud, por suerte, en el último momento, recuerda que su Señor le ha dado una carta para él. Se trata de una promesa firmada y sellada por la que se compromete a devolverle todo lo que ahora la Juventud se lleva y más en la Inmortalidad.
“¡Oh, Juventud!”, exclama enternecido el Anfitrión. “No, no me lo agradezcas a mí. Es a mi Señor a quien tienes que agradecérselo”, puntualiza la Juventud, que se va.

Comprenderán ustedes que yo, que no creo en la casualidad, piense que esa carta, sellada y firmada y transcrita por el amanuense Hilaire Belloc en 1908 y que me llegó el día después de mi cuarenta cumpleaños, era un regalo.

2 comentarios:

  1. Ese último acto de la juventud secaría las lágrimas del poeta nicaraguense, pero para ello Dios también tendría que haberle mandado una carta a él.

    ResponderEliminar
  2. ¡Y qué rebueno también éste! Hay una frase que M. Yourcenar pone en boca de Adriano en sus Memorias del ídem que dice (más o menos): "Esa juventud tan alabada se me aparece a veces como una etapa mal desbastada de la vida, un período ópaco e informe, huyente y frágil". Siempre me gustó mucho este texto.

    ResponderEliminar